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Dilma Rousseff y las secuelas del escándalo de corrupción en Petrobrás

Las contradicciones entre la teoría y la práctica dejan en difícil posición a la presidenta brasileña a un mes de asumir su segundo mandato

Publicado: 2015-02-05

Apenas tiene un mes en su segundo mandato y ya la presidenta Dilma Rousseff empieza a morder el polvo de una derrota política que evidencia las precarias condiciones en las que obtuvo la reelección. 

Un tremendo escándalo de corrupción le pasa otra gran factura a un gobierno del Partido de los Trabajadores que –primero con Lula y ahora con Dilma hasta el 2019- continuará 16 años ininterrumpidos en el poder.

Esta vez, la presidenta brasileña se vio obligada a relevar la dirección del gigante Petrobrás, tras conocerse una red de corrupción en la que estaban involucrados algunos directores de la gigante petrolera estatal.

El problema es que este escándalo deja a Rousseff sin el margen de maniobra y sin el oxígeno necesario para dirigir su segundo gobierno hacia la lucha contra la reducción de la pobreza y la desigualdad, tal como fue su promesa electoral.

Cualquier cambio que Dilma quiera ejecutar en esa dirección, tendrá que ser negociado con la oposición de centro y centroderecha, con quienes se buscaba un consenso de corte socialdemócrata para articular los intereses del empresariado y las necesidades de los más pobres.

Por su extensión, sus recursos y su población de más de 200 millones de habitantes, Brasil siempre ha estado a la vanguardia de América Latina e históricamente sus gobiernos han oscilado entre la izquierda y la derecha, enmarcados en lo que se conoce como regímenes autoritarios burocráticos. Entre 1964 y 1984 Brasil vivió una continuidad militar que por un lado empoderó a su burocracia y, por otro lado, inició el camino hacia la industrialización. En 1988 Brasil era el quinto exportador de armas en el mundo, a la sazón, un socio menor del imperialismo estadounidense.

Ya en el 2003, con el Partido de los Trabajadores de Lula, Brasil buscó liderar una lucha antiestadounidense y se convirtió en el líder y vigilante celoso de los sistemas democráticos sudamericanos, aunque con algunas salvedades ideológicas. Pero su ‘real politik’ llevó a la diplomacia brasileña a mirar un poco más allá y en su carrera de socio del BRICS (una alianza estratégica y económica de los países que buscan dar el paso hacia el primer mundo) se alió con Rusia, India, China y Sudáfrica. Se buscaba un capitalismo de estado que desarrollara el mercado interno, sin darse el lujo de dejar que el libre mercado decida la asignación de recursos.

Pero internamente Brasil tiene deudas fuertes consigo mismo. El Estado Brasileño ha demostrado que institucionalmente todavía está lejos de considerarse un país primermundista. Sus niveles de desigualdad y pobreza –aunque bajaron durante la gestión del PT- siguen siendo de los más grandes del mundo.

Además, Brasil asoma como un estado débil y su democracia se encuentra en pleno proceso de construcción. Para que un país se precie de ser un estado desarrollado y fuerte que defiende a sus ciudadanos, debe contar con un alto nivel de institucionalidad, reducir las desigualdades sociales, brindarles a sus ciudadanos adecuados sistemas de educación y salud y, finalmente, bajar sus índices de corrupción. Brasil todavía está lejos de alcanzar el promedio adecuado en estas evaluaciones y, peor aún, Dilma empieza un segundo gobierno en el que no ejercerá el liderazgo que todo cambio profundo exige.


Escrito por

Carlos Novoa

Periodista viajero e internacional. Profesor universitario. Estudiante de la Maestría de Ciencias Políticas en la PUCP.


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